Aprendizaje bidireccional
Por Beatriz Tapia, profesora en Escuela iONA
Confieso que ser profe no entraba en mis planes de futuro a nivel profesional.
Tampoco es que estuviese descartado drásticamente, pero quizá no estaba entre los primeros puestos de lo que podríamos llamar mi "lista de prioridades". Sin embargo, en todo este tiempo enseñando, me da la sensación de que he sido yo la que más ha aprendido a todos los niveles.
Allá por 2016, después de haber tenido unos meses bastante ajetreados y recién entregada y defendida mi Tesis de Máster, empecé mi primera clase. La recuerdo perfectamente. Empecé un miércoles de septiembre, justo un día antes de mi 26 cumpleaños. Recuerdo no estar especialmente nerviosa, solo algo preocupada por cómo iba a caerle a mi futuro alumnado... "¿tendremos feeling?" "¿me entenderán cuando explique?" -pensaba-. Y ahí estaban ell@s, mis primer@s alumn@s. Unas diminutas personitas que me miraban con duda e intriga por saber quién narices era yo y qué les iba a contar.
Lo cierto es que todas las revoluciones que bombeaban fuerte en mi ser durante meses atrás pasaron a un segundo plano. Esa fue mi primera experiencia como lo que podríamos llamar "aprendizaje bidireccional", por ejemplo. No pude encontrar mejor distracción que la de centrar la atención a es@s pequeñ@s futuros artistas, que no medían más de un metro, que se trababan al querer explicarme sus cosas y que te regalaban retratos idealizados de tu persona. Esos "amorcitos fugaces" son sin duda alguna lo mejor de la docencia.
Que te hagan saber que eres importante para ell@s y que, aunque solo vienen un ratito a la semana, ese ratito es su momento favorito. Aprendí la importancia de ser una especie de referente para ell@s, el poder y la responsabilidad que eso me concedía.
Me convertí en su influencer de pintura, y me pareció brutal.
Pero hay que decir que dar clase no es moco de pavo. Admiro cada vez más a l@s profesor@s con las clases llenas alumn@s.
Cada alumn@ y cada grupo son muy diferentes entre sí. Los hay más introvertidos, habladores, alumnado difícil de gestionar que, añadido a diversas variantes e imprevistos que surgen sin guion ninguno cuando menos te lo esperas, hacen inevitable que el fin de jornada sea agotador. Y es que es complicado, debo decir, mantener la compostura, paciencia y tranquilidad cuando alguna de las partes no está receptiva por el motivo que sea.
En algunos casos, las clases se vuelven terapias improvisadas para profesorado y alumnado. A veces sin necesidad de contar nada, simplemente con estar.
Confieso que para mí llegó a serlo en alguna ocasión.
En otras ocasiones no tenemos el día muy lúcido o estamos pasando por una mala racha, y el simple hecho de estar con gente, mantenerte ocupado, cambiar de espacio y hacer una actividad que te relaja, es oxígeno cuando las circunstancias ahogan.
Lo bueno, es que cada un@ tiene sus días mejores y peores en diferentes momentos y es raro que coincidan todos a la vez, por lo que de alguna manera, se van compensando dramas por alegrías, manteniendo cierto equilibrio emocional aunque sólo sea en este ratito de clase.
En actividades como esta, la energía, la inspiración, el estado anímico tanto para aprender como para enseñar, condiciona. Y eso es lo más humano. Es algo que tod@s sabemos pero que, al menos desde mi condición de profesora, se me ha puesto delante y lo he podido ver más nítido que nunca. Otro aprendizaje que me llevo.
A menudo no somos conscientes de lo que ocurre alrededor ni siquiera de lo que nos pasa a nosotr@s mism@s.
Socializar en ambientes como este, también hace empatizar/se, conocer/se y aceptar que hay muchas cosas que nos influencian a nivel emocional, que nos afectan no solo a la parte de alumnado sino también como docentes.
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