Elogio de la penumbra: el wabi-sabi como mirada al mundo
- Escuela de Arte iONA
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Por Carlos Calvo, profesor de cerámica en Escuela iONA
En la historia del arte solemos pensar que la belleza se mide en brillo, en proporción, en formas perfectas.
Occidente nos ha enseñado a admirar las columnas simétricas del Partenón, la pureza del mármol, el fulgor del oro gótico y barroco. Sin embargo, en Japón surge una estética que nos invita a mirar hacia otro lado: hacia lo discreto, lo velado, lo imperfecto. Es el universo del wabi-sabi, y pocas obras lo describen con tanta hondura como el ensayo de Jun’ichirō Tanizaki, Elogio de la sombra (1933). Tanizaki observa un detalle que suele pasarnos inadvertido: el modo en que la sombra, esa penumbra que en Occidente intentamos disipar con lámparas y cristales, se convierte en Japón en un lienzo esencial para la belleza. Las casas tradicionales, con sus maderas oscuras y sus biombos de papel, no buscan iluminarlo todo, sino resguardar un misterio. La luz entra filtrada, suave, como si se avergonzara de irrumpir.
Allí, nos dice Tanizaki, una laca adquiere profundidad, un cuenco de cerámica revela matices invisibles bajo el sol directo.
Ese mismo espíritu se condensa en la noción de wabi-sabi. Wabi no significa lujo, sino modestia: lo sencillo, lo rústico, lo que rehúye el artificio. Sabi, por su parte, es la pátina del tiempo, la belleza que surge cuando un objeto se desgasta, cuando una grieta se convierte en cicatriz luminosa. La suma de ambos nos enseña a mirar con respeto lo efímero, lo que no se muestra acabado, lo que respira en silencio.
Pensemos en una taza reparada con la técnica del kintsugi, donde las fracturas se resaltan con polvo de oro. Para la lógica occidental, la rotura sería un defecto que conviene ocultar. En cambio, bajo la mirada wabi-sabi, esa herida es el alma de la pieza, su biografía. Lo mismo sucede con un jardín cubierto de musgo: no es abandono, es el tiempo quien escribe allí un poema.

Pieza restaurada mediante la técnica del kintsugi.
Esta estética no es solo un estilo, sino una actitud vital. Frente a la obsesión contemporánea por lo nuevo, lo brillante y lo rápido, el wabi-sabi nos recuerda que la plenitud habita en lo pequeño: en una luz de atardecer, en el crujido de una madera antigua, en la quietud de un objeto que ha sido tocado por generaciones. Es un elogio de lo imperfecto, una pedagogía de la humildad.
Como profesor de arte, no puedo evitar ver aquí una lección que trasciende museos y aulas. El wabi-sabi nos invita a entrenar la mirada para descubrir belleza allí donde solemos pasar de largo. Nos obliga a reconocer que la sombra no es carencia de luz, sino un espacio fértil para la imaginación. Y que la imperfección no es un error, sino la huella más humana del tiempo.
Quizá, entonces, el arte no consista tanto en perseguir la perfección, sino en aprender a contemplar con gratitud lo que se desvanece. Tal vez el secreto de la belleza esté en esa taza rota que seguimos usando, en la penumbra que suaviza una estancia, en lo que nunca acaba de decirse del todo. Porque como intuyó Tanizaki, hay un resplandor más profundo en la sombra que en la luz cegadora: un resplandor hecho de silencio, de tiempo y de fragilidad.
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